Una palabra nueva

Mi familia y yo estamos de compras en un centro comercial. Pasamos por el food court y decidimos quedarnos a comer allí. Sabemos que la comida no es buena y el lugar está a reventar, pero qué más da. Ya estamos aquí. Nos separamos y cada quien compra lo que se le antoja sin tener que llegar a un acuerdo con los demás –punto a favor del patio de comida rápida. Logramos encontrar una mesa vacía al fondo, junto al área infantil. Los comensales anteriores no recogieron sus charolas ni su basura, así que las recogemos nosotros. Saco una toallita húmeda de mi bolsa y limpio la mesa. Por fin nos sentamos a comer.

Hay tanta gente que apenas podemos oír nuestras voces. Los gritos de los niños rebotan en el techo de acrílico y llenan el ambiente de una neblina cacofónica. Observo a mis tres hijos y, con un enorme control remoto imaginario, pongo en mute el bullicio que nos rodea, reproduzco la escena en cámara lenta y hago un zoom a sus caras. Los veo tan grandes, tan autónomos, tan serenos. Desenfoco para alejar la vista. Miro a las mamás y papás parados junto a los laberintos y resbaladillas de plástico, vigilando a sus retoños y agradezco poder estar aquí sentada, libre de ese gravamen recreativo. A veces me parece que solo han pasado unos cuantos meses desde la última vez que pidieron ir a los juegos, pero ya son muchos años. ¿A qué horas crecieron tanto? No puedo creer que en pocas semanas tendré un mayor de edad de 18 y dos adolescentes de 16 y 15. 

Nos acercamos al centro de la mesa para poder escucharnos. Mis tres niños están contando sus últimas anécdotas. La conversación fluye a borbotones, todos hablando, interrumpiendo y riendo. Se hacen bromas unos a otros. Reímos. Nos confían temas personales. Escuchamos. Debaten sobre temas profundos. Todos opinan. Quiero ponerle pausa a este momento, pero no encuentro ese botón.

La conversación sigue su cauce natural y como siempre, desemboca en un tema fortuito. 

–¿Quién decide qué palabras deben ir en el diccionario? –pregunta alguien–. Todos a veces necesitamos decir algo que todavía no se ha inventado una palabra para decirlo… ¿por qué no podemos solo inventar esa palabra y ya?

–Pues si tú la inventas y la usas, técnicamente esa palabra ya existe –responde alguien más.

–¿Y cómo supones que te vas a poder comunicar con el resto de la sociedad? Si ellos no conocen esa palabra, no pueden absorber todo el significado y riqueza del concepto y, por consiguiente, no pueden aplicarlo igual que tú, entonces se pierde la comunicación. –Un tercero le pone punto final al cuestionamiento con toda erudición.

Al escucharlos sonrío y suelto un leve soplo. Poco a poco me deslizo entre mis recuerdos. Pienso en esa palabra que aprendí hace más de cuarenta años y que, efectivamente, muchas veces quisiera utilizar con cualquier persona pero casi siempre me refreno porque pocos la entenderían… 

El día que conocí esa palabra, yo acababa de sentarme en el suelo en pose de mariposa y me había puesto la lonchera abierta sobre las piernas. El aroma de mi sándwich de jamón me sonreía; a un lado reposaba mi cantimplora de plástico opaco y rugoso. La miré con desprecio. Habría querido dejarla allí acostada sin tener que tomarme su agua tibia con sabor al agua de limón que un día le puso mi mamá y se le quedó impregnado para siempre, pero tenía mucha sed. La saqué de la lonchera y al destaparla, recordé el termo que unos días antes mi vecina Nadia me había enseñado. 

Aquel día, mis hermanas y yo estábamos jugando en el estacionamiento de nuestro condominio cuando ella y su familia llegaron en su coche. Se bajó y vino corriendo a mostrarme lo que sus papás le acababan de comprar: una lonchera roja y un termo. El termo era tan grueso que el agua se conservaba fría o caliente por horas; del tapón de rosca se levantaba una boquilla, pero era completamente hermético, por lo que con ese termo jamás me encontraría una sopa de sándwich en la lonchera, como frecuentemente sucedía con mi tonta cantimplora y su inútil taponcito colgante de color rojo. Y la función que más me alucinó fue que la tapadera del termo tenía una agarraderita para que al voltearla, sirviera de taza. Nadia vertió agua en la tacita y me la ofreció. Estaba deliciosamente fresca. Desde aquel día desee tener un termo así. 

Le di varios tragos al té agrio de mi cantimplora sin percatarme de que alguien me estaba observando.

–No te la tomes así –me indicó. 

Mariana estaba sentada a uno o dos pasos de mí, también en el suelo con las piernas cruzadas como yo, pero su espalda estaba completamente erguida, como si un hilo invisible hubiera estado tirando de su cabeza desde el cielo. En una mano tenía su termo de Rosita Fresita, y en la otra, sostenía la tapadera-taza como una fina dama inglesa a la hora del té. El chongo alto y restirado con que la habían peinado ese día la hacía ver todavía más elevada. Los ojos redondos llenos de pestañas espesas y rizadas, la naricita de corazón y la boca pequeña la hacían parecer una muñeca de esas que abren y cierran los ojos. Levantaba los labios como en un beso, se acercaba la tacita a la boca con mucha delicadeza y en cuanto la rozaba con la boca, se la retiraba; y así, repetidas veces.

–¿Qué estás haciendo? –pregunté intrigada.

Embuerando.

–¿Y qué es embuerar?

–Pues esto; –y procedía a dar sorbitos diminutos a su agua, como si no tuviera intención de terminársela nunca– si la embueras, la disfrutas más y no se te acaba tan pronto. Tú también. Embuera tu agua. –Terminó su sentencia y me miró esperando que siguiera su ejemplo.

Mariana era mi compañera de salón en el jardín de niños, pero por alguna razón, yo sentía un cierto tipo de respeto hacia ella, como si tuviera alguna autoridad sobre mí. Ahora que veo mis fotografías de esa época, compruebo que ambas éramos unas bebés de la misma edad, pero probablemente su aire de sapiencia y maestría me inspiraba a seguir sus consejos, que, en realidad, eran directrices más que sugerencias. 

Viéndome sin alternativa, hice lo mismo que ella: levanté los labios, los pegué a la abertura y elevé ligeramente la cantimplora hasta que sentí una gota de agua. Inmediatamente la bajé y repetí el procedimiento varias veces.

–Ahora ya sabes embuerar tú también –declaró complacida–. ¿Verdad que así sabe mejor?

Mi agua tibia, limonosa y plasticosa seguía igual de desagradable como siempre, pero sí era verdad que al embuerarla, al menos no me llenaba de golpe la boca con ese sabor. 

–Mm… creo que sí –expresé, tratando de convencerme de la efectividad del método.

Esa tarde, cuando iba de regreso en el coche con mi mamá, le conté de la nueva palabra que había aprendido en la escuela; ella me sonrió y me dijo que esa palabra no existía.

Días, semanas, meses o años después, me vi en la necesidad de utilizarla. Mi primo Isra estaba de visita en mi casa. A mis dos hermanas menores y a mí nos encantaba que viniera; era como tener un hermano mayor por un día. Además, con un niño extra, las posibilidades de juegos se potenciaban, y por consiguiente, la diversión. Para la merienda, mi mamá nos dejó comer en la recámara, enfrente de la tele. Pusimos la mesita azul de plástico que tenía cuatro sillas del tamaño de niño, y como una ocasión especial amerita una bebida especial, nos sirvió refresco en las tacitas del juego de té. Era de lo más emocionante tener un líquido real en un utensilio de juguete. Mi primo vio la bebida morada en su taza y se la empinó de un solo trago. Pidió que le sirvieran más. De nuevo, la sorbió toda de golpe. 

–Pero no te la tomes tan rápido, ¡así no nos va a durar el refresco! –le reclamé indignada por su falta de conciencia comunitaria–. Tienes que embuerarlo.

Después de varias demostraciones y varios ensayos, mi primo aprendió a embuerar correctamente, y también mis hermanas. Siendo tan jóvenes e inexpertas, no tuvieron miramientos en adoptar el nuevo término y su empleo. De hecho, pasó a formar parte de nuestro léxico interno. Mis papás sonreían entretenidos cuando nos escuchaban aplicarla. 

A medida que fui creciendo me di cuenta de que había otras palabras para describir la acción que ese día me mostró Mariana: ahorrar, racionar, escatimar, dosificar, paladear… pero ninguna tiene ese sentido de disfrutar poco a poco, de poner la boca en pico para que el líquido vaya pasando gota a gota y disfrutar mucho más de su sabor. Ninguna encierra en sí misma el significado completo de embuerar. Podríamos decir que su definición es «graduar la cantidad o porción de lo que se está consumiendo con el fin de percibir su sabor detenidamente y con deleite, y de prolongar su duración». Además, la palabra embuerar contiene en su fonética el acto de juntar los labios para degustar, y, al mismo tiempo, para que no pase a la boca una gran cantidad de bebida o alimento. Eemmbbbuerar.

Es curioso cómo la palabra se fue arraigando en el vocabulario de algunas de las personas más allegadas a mí, como mi esposo, mis hermanas, mis sobrinas o mis cuñados. No es raro escuchar que alguien diga: «a mí no me gusta embuerar el chocolate, yo me lo quiero comer todo de un bocado», o «nos queda un chorrito de tequila, no te lo tomes como jugo de naranja: embuéralo», o «ya nada más queda esta rebanada de pastel, vamos a dividirla entre todos y cada quien embuere su pedazo».

De pronto, el llanto de un niño en la mesa de al lado me arranca de mi ensimismamiento. Se trata de un niño pequeño, de uno o dos años que está muy frustrado por algo. Grita con la boca bien abierta y la cara roja bañada en lágrimas. Golpea la mesa desesperado y avienta los cubiertos de plástico y las servilletas al suelo. La madre trata de razonar con él, pero el desbordamiento de emociones lo hace inmune a cualquier explicación. El drama dura unos cuantos minutos. Finalmente se distrae y se calma. Ahora sonríe. Ambos se levantan de la mesa y se dirigen a los juegos.

Pobre mamá. Lo primero que siento al verla es empatía. Luego, un poco de compasión, y al final, mucho reconocimiento. Reconocimiento de su energía, aguante y entereza, pero también, el reconocerme a mí misma en ella. Entender que sus días no son fáciles; que el cuerpo le está doliendo continuamente; que por las noches, cuando por fin logra poner la cabeza en la almohada, en lo secreto de su pensamiento, anhela que el tiempo pase rápido para que por fin llegue el día en que su bebé la deje dormir ocho horas de corrido; que sus días de madre se sienten como vivir con un grillete que la priva de su libertad día y noche. 

Conozco muy bien el agotamiento de esos primeros años, pero ahora también sé que uno pasará el resto de la vida añorándolos. Si pudiera regresar el tiempo, sin duda alguna regresaría a esa época aunque fuera solo por diez minutos para volver a sentir esas manitas regordetas aferradas a mis pantorrillas. Para saborear sus besos llenos de baba buscando mi cara. Para aspirar profundamente el olor acidito de sus cachetes y cuello. Para besar esas patitas diminutas pateándome en la noche. Para apretar ese cuerpecito redondo y tibio que se abandona completamente en mis brazos. 

Lo único que me nace decirle a esa mamá ojerosa y desaliñada es «disfruta mucho a tu bebé, crecen demasiado rápido». Sería mucho más práctico y preciso decirle «embuera a tu bebé», pero tendría que dedicar varios minutos más a explicarle que lo que en realidad quiero decir es que saboree cada momento con él, que absorba el presente con cada uno de sus sentidos: que lo vea, lo escuche, lo huela y lo sienta todo; que le encuentre el gusto y lo paladee minuto a minuto. Lo bueno y lo malo. Porque esos recuerdos son lo único que queda cuando los niños crecen y sus cuerpecitos se transforman en unos cuerpos largos, rígidos y huesudos que ya no buscan el refugio del abrazo materno, sino que lo esquivan con actitud gatuna.

Vuelvo la vista al debate apasionado de mis hijos y pienso que la etapa que me toca vivir ahora, la adolescencia, también es agotadora y muy difícil, pero por otras razones, y también es muy deliciosa, pero de otras formas. No tengo un botón de pausa, y los años pasan más rápido de lo que me gustaría, pero sin saberlo, la absurda palabra que me enseñó la pequeña Mariana resultó ser un consejo lleno de sabiduría, además de la técnica adecuada para paladear no solo la comida y la bebida, sino todo lo valioso que tengo en la vida.

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