Ser mamá

«La mayor parte de las cosas importantes en la vida, uno no tiene ningún control sobre ello».

Isabel Allende

La primera vez que me embaracé, mi vida cambió para siempre… aunque en ese momento aún no lo sabía. 

Entendía que muy dentro de mí había un ser vivo formándose, de la misma forma como entiendo que a miles de millones de kilómetros de aquí, en esa oscuridad perenne, hay galaxias enteras con planetas y estrellas. Ver latir su corazón por primera vez en el monitor de mi ginecóloga lo hizo más real, pero no por eso comprensible. 

¿Cómo fui capaz de crear mi obra de arte más maravillosa sin darme cuenta de que lo hice? 

Por supuesto, sé que la actividad de la noche anterior fue lo que abrió las puertas a la semilla que pronto germinaría; pero no me refiero a eso, sino a que… ¿Acaso preparé yo, con mis manos, el rinconcito acogedor en mi útero donde se instalaría esa nueva célula? ¿Anoté en mi agenda cuándo debía dividirse en dos, en cuatro, en ocho… y puse una alarma para no olvidarme de hacerlo? ¿Miré yo el catálogo de características disponibles y escogí cuidadosamente las que formarían parte de su ADN? Lo único que sé es que un día no había nada, y al día siguiente, después de un poco de intimidad habitual, allí estaba. Un milagro en mi interior que se generó muy lejos de mi vista y de mis manos. 

Meses más tarde, cuando ya faltaba poco para el parto, un miedo se apoderó de mí: ¿Y si no le gusto a mi bebé? ¿Y si prefiere estar con sus tías? 

Durante varios años, mis dos hermanas menores y yo estuvimos trabajando con niños: dábamos clases y hacíamos cursos de verano para los niños de la iglesia y de casas hogar. Nuestra adolescencia estuvo rodeada de pequeños seres que se aferraban a nuestra cintura y que, con ojos de niño –grandes, brillantes y llenos de asombro–, nos decían cuánto querían estar cerca de nosotras. Mis hermanas tenían más paciencia y tendían a transigir más que yo. Mi tolerancia solía durar poco; yo prefería el orden y hacer cumplir las reglas. Naturalmente, los niños las seguían más a ellas. Sabían que con ellas tendrían más afecto y más diversión por más tiempo. 

Yo aceptaba ese hecho sin problema. Ellas eran las divertidas y creativas. Yo era la mente detrás del plan de estudios. A ellas la inventiva les brotaba en canciones, manualidades y juegos que a mí jamás se me habrían ocurrido. Y yo era quien tenía conversaciones profundas con los niños para hacerlos reflexionar y cambiar el rumbo de sus actos. Éramos –y seguimos siendo– un buen equipo complementario. Pero a unos días de tener a mi bebé en los brazos por primera vez, me amedrentaba la idea de que yo no tuviera los suficientes recursos lúdicos para tener a un niño de planta en mi casa y de que, al darse cuenta de su suerte con la mamá que le había tocado, mi bebé sería seducido por el encanto de sus tías y preferiría pasar su tiempo con ellas. ¿Qué clase de vida le esperaría a esa criatura?

Mi bebé nació, y una nueva parte de mí también nació. Era tan pequeño, tan suave, tan frágil. Mis manos eran tan torpes. Ofrecerle el pecho, vestirlo, cambiarle el pañal… sabía que debía hacer todos esos actos, pero me sentía tan falsa haciéndolas, tan fingida, como si estuviera jugando a la mamá con un muñeco de verdad. Poco a poco, esas acciones se volvieron parte de mi naturaleza. Ya no las hacía porque sabía que debía hacerlas –en la cabeza– sino porque algo dentro de mí –en el pecho o en la tripa– se conectó con esa criaturita y me susurraba lo que tenía que hacer. 

Cuando llegamos del hospital a casa, la abuela y las tías enloquecidas lo llenaron de besos y mimos, pero cuando comenzó a llorar, nadie supo qué hacer. Se lo pasaron de brazo en brazo y el niño lloraba más, hasta que lo abracé yo. Su cuerpecito embonaba perfectamente en el mío. Su boca me buscaba y su olor me embelesaba. Unos segundos después, ambos estábamos en completa calma. 

Los días pasaron y la escena se repetía. Las tías le exprimían las carcajadas, pero solo yo sabía cómo dormirlo. Su lugar seguro era yo. Lo único que ese bebecito primoroso anhelaba día y noche era estar con su mamá. Y su mamá era yo.

A lo largo de mi carrera como mamá, innumerables veces me he sentido y me sigo sintiendo insuficiente. Inadecuada. Carente de los recursos necesarios para criar un ser humano. Angustiada con la idea de que mi trabajo no es suficiente, que debería estar haciendo más: más actividades, más enseñanza, más disciplina, más planeación, más comida saludable, más control… que por más que me esfuerce, siempre hay algo que pude haber hecho mejor: gritar menos, abrazar más, ignorar mi cansancio para sentarme a jugar, hacer a un lado el afán, respetar el ritmo único de cada niño… ¿y cómo saber cuál es ese ritmo?, ¿cómo descubrirlo antes de haber apresurado o frenado equivocadamente? ¿Cómo saber que he gritado de más sin que el llanto de un niño me lo haya dicho? ¿Cómo saber, sin haber pasado aún los años de adolescencia, que la sensación de control no es más que un espejismo?…

Hoy, después de mi sesión habitual de autocrítica y reproche, después de que los pensamientos de culpa y derrota me dejaran drenada, recordé esa sensación de sorpresa en los primeros días de mi debut como madre.

La sorpresa de saber que dentro de mí había un ser vivo completamente real, aun cuando yo no hubiera participado conscientemente en su creación.

La sorpresa de que mi instinto supo qué hacer para sustentar esa nueva vida, aun cuando jamás lo había hecho.

La sorpresa de saber que, por más diversión que hubiera con abuelos y tías, y a pesar de mis carencias imaginativas y lúdicas, al final del día mi bebé solo quería estar con su mamá, conmigo. 

Hoy quiero recordar, recordarme a mí, que en todo lo valioso e importante que he hecho como madre, no ha sido el control sino la intuición lo que ha reinado. Que el aporte más grande en la creación y el sustento de mis críos no han sido mi intelecto ni mi esfuerzo, sino mi presencia. Y que esa pequeña noción es el más grande entendimiento que haya podido alcanzar; porque al permitirme existir, la intuición se libera del control y lo único que queda es ser mamá. 

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