La impotencia de un pequeño desconocido

La gente se derrama por las ventanas. Las arenas movedizas de humanidad me atrapan. Me aprietan. Me sofocan. La exasperación de los ánimos envuelve el ambiente como una bruma densa, gris, maloliente. Lo añejo de los olores que manan sin pudor revela el tiempo que llevamos aquí parados. Aunque todos tenemos en la mano un librito de color oscuro que nos da permiso de salir de la patria para viajar libremente por el mundo, aquí estamos. Esposados con los grilletes de la espera, acorralados entre la mole de equipaje y el afán de conservar el poco espacio personal que nos queda. Al menos yo no tuve que pasar la noche aquí como tantos otros. 

Recorro el horizonte. En cada mostrador, una llamarada de reclamos y manoteos arde vorazmente mientras los empleados continúan tecleando como autómatas, hipnotizados por la pantalla de su monitor. Uno de los lanzafuegos llama mi atención. Estará a escasos diez pasos de mí, pero el tumulto no me deja escuchar su pleito. Los mechones enmarañados y el maquillaje corrido sugieren que pasó la noche aquí. Quién sabe cuántas horas llevará sin dormir. Sin comer. Sin darse un baño. En una mano lleva el teléfono y una bolsita transparente con varios pasaportes; en la otra, los pases de abordar. Los agita agresivamente señalando al empleado, quien la mira con indiferencia. 

Cierro los ojos, hago un gesto negativo con la cabeza y exhalo audiblemente, pensando en el agobio que estará viviendo la pobre mujer. Es inconcebible. Debería ser ilegal revender vuelos así. Desvío la mirada hacia mi lado de pantano y veo con decepción que todo sigue igual. La fila no ha avanzado ni un centímetro. Mi mochila sigue aquí, segura entre mis pies. Ah, mis pies. Por más que procuro soportar el peso de mi cuerpo en un solo pie y luego en el otro, las plantas ya no me dejan de arder. Pero debo mantener el equilibrio, no sea que llegue a tocar la nuca del señor de enfrente o a sentir los roces del de atrás. O a empujar la silla de ruedas del anciano que está a mi lado, o a pisar las bolsas de la señora del otro lado. Estoy sitiada. Inhala. Exhala. 

Regreso la vista para saber qué ha sido del drama de la mujer. A su lado, cinco o seis maletas enormes reposan apiladas en un carrito de equipaje. Junto a éste, una carriola que hace la función de perchero y parece estar a punto de ceder ante el peso de tanto bulto y trapo, algo esconde en su interior. Como un contorsionista trataría de escaparse de una silla de tortura, un bebé harto de su condición lucha impotente por liberarse de su cárcel. 

Entre grutas de brazos cruzados y lianas de abrigos y bolsas colgantes, logro encontrar un hueco a través del cual puedo observarlo bien. Junto a la carriola, en el suelo, hay tres juguetes. Su exasperado propietario arquea la espalda, estira las piernas, levanta los brazos, se dobla hacia adelante para tratar de alcanzarlos… todo es inútil. En esta jungla, aunque físicamente estemos hombro con hombro, mentalmente cada quien es una isla.

Pobrecito, cómo grita. Ojalá pudiera ayudarlo. Si encontrara la forma de atravesar esta valla de equipaje y saltarme la cinta separadora… podría pedirle al de atrás que me guardara mi lugar y… ¡Rápido, la fila está avanzando, levanta la mochila, camina esos dos pasos que quedaron vacíos! Menos mal que reaccioné a tiempo. Dos pasos en dos horas. Qué desesperación. Cuánto más tendremos que soportar esta zozobra.  

Allí sigue el bebé. Ya no está llorando. Qué pequeñito su cubrebocas. ¿Qué edad tendrá? Hace mucho que perdí mi habilidad de calcular la edad de los bebés. Este tal vez ya camina. ¿Año y medio? A lo máximo dos. Cómo se soba la boca. De seguro ya le cansó. Con ojos furtivos mira a su madre; la pobre sigue enfrascada en su disputa. Ahora que el bebé se ha asegurado de que ella no lo ve, se baja el cubrebocas lentamente. Se descubre la nariz y rápidamente se la vuelve a cubrir. De nuevo una mirada a la madre. Nada. Baja otra vez, un poco más. Ahora le queda la boca descubierta. Qué fresco alivio debe de sentir. 

¿Y ahora? Parece que quiere su vasito de jugo. Se estira para alcanzar la bolsa pañalera que cuelga por detrás de la carriola, pero le queda muy lejos a su brazo tan corto y regordete. Logra meter la mano por otro lado y se encuentra algo. Batalla un poco y con un movimiento abrupto saca una libreta. Seguramente es de la madre. Aunque no era lo que buscaba, el objeto captura toda su atención. La observa embelesado por unos instantes. Pasa las hojas sin delicadeza. Toma todo el cuaderno y lo golpea varias veces contra la mesita de la carriola hasta que finalmente se le resbala y va a parar con los demás juguetes desamparados.

De nuevo la desesperación. Grita, se frota la cara, retuerce la espalda, patalea… ¿Qué son un peluche, una sonaja, un celular de plástico y una libreta tirados en comparación con los grandes problemas que su madre tiene que resolver ahora mismo? ¿Qué importancia puede tener la frustración de un pequeño frente al drama en el que cada uno de los presentes aquí está absorto? ¿Cómo es posible que en medio de este hervidero de gente no haya una sola persona que pueda dedicar dos segundos de su vida a recogerle los juguetes a un bebé? Si tan solo pudiera encontrar la forma de escapar de este fango. Cómo quisiera estar cerca de él para levantárselos, para decirle que todo va a estar bien, y tal vez, hasta para jugar con él.

De repente, como un primer rayo de sol que se asoma entre las nubes después de la tormenta, sucede. El bebé percibe que lo estoy mirando y también me mira. Como si el encuentro hubiera desatado un encantamiento, deja de llorar. Todo a nuestro alrededor parece detenerse y solo somos él y yo, conectados por un vínculo casi mágico. El caos y el movimiento que me ensordecían hace un momento, se vuelven un lejano murmullo que nos envuelve. Sus grandes ojos de bebé no saben ocultar su asombro y curiosidad. Sabe que le estoy sonriendo a él, pero no sabe cómo reaccionar. Voltea a ver las cosas en el suelo como fingiendo que no ha sucedido nada, pero no resiste. Pronto me ve otra vez y sonríe. 

«Hola, bebé», sonrío y lo saludo con la mano. 

Él también levanta su manita para saludarme. No puede con la emoción y golpea la mesita de su carriola con las palmas. Se lleva las manos a la boca, borbotea con los labios, se le escurren hilos de baba. Desahoga su euforia en un grito profundo, sostenido, jubiloso. Suelta una risita tímida al mismo tiempo que inclina la cabeza hacia un lado y se tapa los ojos. Entre los dedos se asoman un par de ojos pizpiretos que me buscan pretendiendo no ser vistos. Yo me inclino hacia adelante para esconder la cabeza detrás de la montaña de maletas de mi vecino y lo sigo observando desde mi trinchera. El bebé se quita las manos de la cara. Voltea para un lado y para el otro, desconcertado. Salgo de mi escondite, lo miro con un gesto de sorpresa. El bebé sonríe y de nuevo lanza un grito de júbilo.

Súbitamente, algo me despierta del trance y me devuelve a la realidad. El bebé ha abandonado el juego sin previo aviso para voltear a ver a su madre, quien se acerca a la carriola apresuradamente. La expresión de intranquilidad en su cara me hace pensar que no logró resolver gran cosa. Hace malabares con todos los papeles que trae en la mano, el teléfono, el monedero, los pasaportes… Cuando el bebé la ve venir, grita, le extiende los brazos. La mamá toma el manubrio de la carriola y empieza a empujar, pero se da cuenta de todo lo que hay tirado en el suelo. Con una rapidez agobiante recoge las cosas, las echa a la carriola y se aleja a toda velocidad empujando la carriola con una mano y con la otra, jalando el carrito de las maletas.

Yo, aquí sigo esperando.

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