¿Qué vamos a comer?

Se acaba de abrir la convocatoria para una nueva antología. Debo escribir sobre comida y en lo único que puedo pensar es en que si pudiera pedir un deseo, pediría que los humanos pudiéramos subsistir sin tener que comer. Suena extremo y absurdo, pero puedo asegurar que tengo suficientes razones para pensar así.

Hace veinte años me casé, y desde entonces se instaló en mí una preocupación que hasta ese momento no conocía: el eterno dilema de ¿qué vamos a comer? que, casi puedo asegurar, solo padecen las mamás. La pregunta asalta en cualquier momento: en la cama antes de abrir bien los ojos, durante la escena más emocionante de una película o, incluso, durante una afortunada visita de las musas. La pregunta no solo distrae la mente, sino que la incapacita para continuar con la actividad presente; toda la emoción que hasta ese momento existía se comprime para abrirle paso al invasor que irrumpe con su inminente y mundana preocupación. ¿Qué vamos a comer? ¿Sacaste el pollo del congelador? ¿Sí hay suficientes tomates? ¿Ya es hora de cocinar? Como el reo que finalmente se entrega a su destino y mansamente camina con las manos esposadas, dejo atrás mi actividad para ir a ocuparme de la tarea que más me fastidia: cocinar.

No soy buena con las manualidades. Especialmente las que se hacen con hilo y aguja. Las olas de tela fluyen en los dedos sin control y las reglas son tan subjetivas que se vuelven imposibles de acatar. Jala la tela, no la aprietes, extiéndela, no la sueltes tanto, embebe las puntadas, no las tenses. La misma clase de reglas subjetivas para freír huevos sin romper la yema, para hacer empanadas o gorditas bien formadas, para capear chiles rellenos… Destreza. Precisión. Meticulosidad. Clarividencia. Si son insuficientes, el tiradero extra que se debe limpiar multiplica el tiempo de pie en la cocina mucho más de lo previsto. ¿Por qué querría alguien ponerse a hacer manualidades comestibles por puro gusto?

Lo peor es que después de todo el trabajo invertido, siempre hay algún comensal de paladar obtuso que queda insatisfecho. Una verdadera aportación a la humanidad sería una especie de alimento seco (croquetas) perfectamente bien balanceado, cuyo sabor fuera agradable hasta para el más quisquilloso de los niños. Qué fascinante producto cautivaría el mercado de las mamás: uno que les permitiera caminar a la cocina, sacar un tazón, servir el bendito alimento, ver a la criatura feliz y bien alimentada… y saber que su labor del día ha finalizado.
Lo sé. Es una pésima idea. El acto de comer no es nada más llenar el cuerpo de combustible, sino alimentar el espíritu con una experiencia sensorial. Admito que de ser así, en mi mente no existirían memorias asociadas a los sabores y olores; el olor del chile verde, por ejemplo, y del cilantro, no me transportarían a la mesa del comedor de mis abuelos. Al guacamole hecho por mi abuela con salsa de tomates verdes con el que mi abuelo se hacía taquitos con tortillas recién traídas mientras me hablaba de las desinencias de los verbos griegos. O el ceviche de pescado, con su abundante puño de orégano fresco y su olor limonoso y cebolloso, ya no me enviaría al regazo de mi papá, quien me sostenía con un brazo y con el otro se llevaba a la boca una jugosa tostada.

Pero querer ahorrarnos el tiempo de preparación no es tan mala idea. ¿No sería genial tener un sistema digestivo similar al de las boas? Así, comeríamos una vez cada dos semanas y el resto del tiempo lo dedicaríamos a hacer lo que más nos gusta sin tener que estarnos preocupando siempre por qué vamos a comer y dejando de lado nuestras ocupaciones. Entonces sí disfrutaría el acto de comer porque sería un evento especial. Como el pavo de Navidad, la ensalada de manzana y la pasta al horno, que solo saben buenos una vez al año, pero si los comiéramos cada tercer día perderían su magia. Si solamente tuviera que cocinar dos fines de semana al mes lo haría con gusto. Hasta lo disfrutaría. ¿Pero todos los días?

Hace muchos años, cuando yo era niña, mi mamá y mi abuela se internaron en un centro naturista. Durante una semana se dedicaron a tomar baños de sol, a meterse al sauna, a ponerse mascarillas de barro y demás procedimientos desintoxicantes. A la hora de la comida acudían al comedor donde se les servían comidas vegetarianas muy nutritivas acordes a las necesidades de cada persona. Qué lujo que alguien que no eres tú se tome la molestia de pensar qué alimentos son los más convenientes para ti, y que con esmero y dedicación los prepare y los ponga en tu mesa tres veces al día. Cuando somos niños, pocas veces valoramos ese trabajo diario de nuestra mamá, pero ahora, lo que daría por tener a una persona encargada de planear menús balanceados y saludables para mi familia, hacer la compra, administrar la despensa, cocinar, dejar todo bien limpio… ¡Qué maravilla! ¡Y qué fortuna me costaría!

Pero no sé si estaría dispuesta a ceder mi cocina a un desconocido. Supongo que mi preocupación ahora sería cerciorarme de que hiciera todo a mi gusto. No me gusta cocinar pero sé hacerlo bien. Es frustrante salir a comer y que te sirvan una salsa tímida o un caldo mediocre. Quizás terminaría haciéndolo yo misma. Además, aunque me ahorraría mucho tiempo al no tener que cocinar, también me perdería de los momentos asociados a la cocina. Todas esas charlas con mi mamá y mis hermanas cada vez que nos juntamos a festejar no existirían. Y qué decir de todos esos momentos con mis niños preparando desayunos cotidianos o ayudándoles a recrear platillos exóticos. En el confinamiento, cuando solo una persona por familia podía salir a conseguir víveres, arriesgué mi vida no solamente para traer lo básico, sino para ir de tienda en tienda tratando de conseguir levadura, tomates San Marzano y queso mozarella fresco para que mi niño de doce años pudiera hacer pizza. Juntos pasábamos muchas horas en la cocina amasando, horneando, limpiando mucho tiradero extra, y también riéndonos mucho.

Qué dilema. No me gusta cocinar pero me gusta comer. Me gusta comer alimentos reales. Bien hechos. Y seguido. Me encanta pasar tiempo en la cocina con la gente que amo y me gusta saber que lo que hice con mis manos está nutriendo sus cuerpos. Aun así, cada vez que llega la hora de hacer la comida y yo estoy escribiendo, me embarga una pesadumbre similar a la del niño que patalea en el parque cuando le dicen que es hora de ir a casa. Así que, aunque quisiera terminar este texto, resignada tendré que dejarlo aquí. Tengo que ir a ver qué vamos a comer.

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