Pepito y Baruc
En algún momento de mi adolescencia decidí que no me gustaban los niños. Me parecían bobos, ruidosos y además olían feo. Mi hermana menor, que en esa época tendría unos ocho años, acompañaba a mis papás a los cursos de matrimonios que impartían. Jugaba con los hijos de los participantes, que estaban en edad preescolar, o les contaba cuentos para entretenerlos. Admiraba su vocación magisterial, porque lo único que yo sentía por los niños era aversión. No quería estar cerca de ellos y, mucho menos, cuidarlos. Decidí que yo jamás tendría hijos.
Después de una larga sesión de quiero salir-quiero entrar-quiero salir-quiero entrar, Pepito finalmente decide que quiere estar adentro. Se recuesta de lado, se apoya en los codos y me ve con los ojos entrecerrados, dándome permiso de continuar escribiendo. Aunque sigo fastidiada por sus caprichos matutinos, no puedo resistir la tentación de acariciarle la panza blanca y suave. Levanta la cabeza pidiendo que le acaricie la barbilla, la frente, la nuca. Cierra los ojos y con un ronroneo suave me dice cuánto me quiere. Yo también lo quiero. Aunque a lo largo de mi vida tuve varios perros, no me consideraba una persona amante de los animales, y menos de los gatos. Me parecía un animal tan extraño. Tan misterioso y traicionero. No entendía sus reacciones impredecibles y en algunos casos, intimidantes. Desde muy niña decidí que los gatos me provocaban miedo. Mejor no acercármeles.
Años más tarde, cuando entré a la preparatoria, descubrí que había un kínder en el mismo edificio de mi escuela. A veces, cuando salíamos a tomar algún receso, coincidía que los niños del kínder también estaban tomando su receso o acababan de tomarlo y estaban haciendo fila para regresar a sus aulas. Un día, uno de ellos llamó mi atención. Era el más pequeñito de todos. Todos estaban zotacos, pero este más. Era el primero de la fila. Estaba parado bien derechito, con su pelo negro bien peinadito de lado, su suéter del uniforme todo abotonado, y sus zapatos diminutos bien boleados. En la espalda, la mochilota le hacía contrapeso hacia atrás. Me quedé observando sus movimientos, sus gestos… parecía estar sumergido en un mundo que los demás no podíamos ver. Sin darme cuenta, comencé a sonreír. Lo sé porque mi amigo Chuy me preguntó:
–¿Qué estás viendo?, ¿de qué te ríes?
–A ese niñito, míralo qué chistoso, todo chiquito.
–¿El primero? Ah, sí, está bien curioso, yo he platicado con él, se llama Baruc.
–¡Baruc! Qué nombre tan majestuoso para una personita tan diminuta.
Hace unos diez años, cuando mis hijos estaban chiquitos, comenzaron a decir que querían un gatito. ¿Pero por qué un gato? ¿Por qué no un perro? ¿De dónde vino ese deseo? Nunca lo supimos. Habiendo convivido toda su vida con Beta y Sally, la golden retriever y la french poodle que vivían en casa de los abuelos, lo lógico era que pidieran un perro y no un animal con el que nunca habían convivido ni de lejos. Mientras más les contaba cosas desagradables de los felinos, más alimentaba su anhelo. Finalmente, su papá y yo cedimos, y en un feliz día de julio de 2012, llegó Prisionerito en Fuga, un gatito dulce de color blanco y negro que inmediatamente se convirtió en un miembro más de la familia. Dos años más tarde llegó Kevin Touchè, y al año siguiente llegó Maya. Tres seres que llegaron a endulzarnos la vida y a llenar la infancia de mis hijos de corretizas, carcajadas y muchos apapachos. En septiembre de 2017 nos mudamos a los Estados Unidos, y la parte más difícil de todo fue despedirnos de los tres gatitos y de los abuelos. Más de la mitad del corazón se nos quedó en México.
Días después, me volví a encontrar a Baruc en el patio de la escuela. Ahora estaba jugando a las escondidas con otros niños. Andaba despeinado, con la cara roja y el suéter amarrado en la cintura. Corría a buscar su escondite con la rapidez de un ratón, y cuando lo descubrían, era asombrosa la estridencia que ese cuerpecito era capaz de producir. De repente, el juego terminó y Baruc se fue a sentar en una de las bancas del patio. Respiraba agitadamente y le escurría sudor por los lados de la cara. Se pasó la mano por la frente y al sentir el sudor hizo una mueca de asco e inmediatamente se limpió la mano en su costado. Luego se percató del pedacito de suéter junto a su pierna, la única porción de tela que quedaba suelta al no estar sentado sobre ella, y en sus ojos se dibujó una idea. Tomó el triangulito de tela con las dos manos y se inclinó con toda la intención de llegar hasta abajo para secarse la frente con él, pero su tronco solo bajó unos cuantos centímetros. Por más que fruncía el ceño y sacaba la lengua por una orilla de la boca, su cabeza no podía bajar más.
A pesar de que en ese momento ese niño era la representación exacta de los defectos que más me fastidiaban de los niños en general –ruidosos, apestosos y bobos–, la escena era demasiado cómica y sentí el deseo de hablar con él. Caminé unos pasos hasta llegar a la banca donde estaba y me senté con toda naturalidad, como lo haría cualquier otro estudiante en receso. Él no volteó a verme, siguió en su faena imposible.
–¿Qué haces? –le pregunté así nomás, sin preámbulo ni formalidad alguna.
–Tratando de limpiarme la cara –me respondió sin pudor, como si fuéramos conocidos de toda la vida.
–¿Y crees que ese pedacito de tela te alcanza a llegar hasta la cabeza?
–Pues trato.
–¿Por qué no usas una de las mangas mejor?
Baruc dejó de forcejear con su suéter. Se enderezó y por unos segundos me miró con sus ojos negros bien abiertos.
–¡Oh, sí! Lo sabía –respondió con una voz fingida, como si fuera un personaje de caricaturas, al mismo tiempo que tomaba las mangas de su suéter, una en cada mano, y se limpiaba la cara alternando las manos–. Con eso bastará –decretó después de un buen rato de aspavientos. Dejó caer las mangas en medio de sus piernas y se despidió de ellas con unas palmaditas leves que parecían mostrar algún tipo de agradecimiento por el servicio otorgado.
Después de dos años de vivir con el llanto derramado cada vez que veía un gato callejero y suplicándome día y noche que adoptáramos uno, finalmente, en enero de 2020, mi hijo menor recibió a Sheldon: un gatito blanco especialmente para él, porque sus dos hermanos mayores decidieron que, después de semejante trauma, no querían volver a encariñarse con una criaturita de la que, muy probablemente, se tendrían que volver a despedir. Pepito –su nombre mexicano para familiares y amigos–, es el gato más chistoso, juguetón y metiche que he conocido. Es como tener a un niñito de tres años todo el día detrás de mí: «¿Qué estás haciendo? ¿Yo también puedo ver? ¡Todo es tan interesante! ¿Juegas conmigo?» Cuando ve que me encamino a la cocina, para las orejas y abre los ojotes. Sabe que se acerca un buen rato de entretenimiento. Se sube a la mesada y observa cada uno de mis movimientos como un científico observaría la reacción de su experimento. Cuando abro cualquier empaque o bolsa, se acerca a oler todo, curioso y obstinado, pero a la vez, tan meticuloso y preciso, que jamás llega a tocar ningún objeto con la punta de la nariz. Cuando estoy terminando de recoger la cocina se queda sentado muy derechito, siguiendo mis movimientos con una atención casi obsesiva, esperando el momento preciso en que finalmente termine mi tarea y me vaya a mi recámara. Camina junto a mí, se sube a la cama cerca de mis pies y comienza a amasarme emitiendo un ronroneo relajante.
Me quedé allí, junto a él, sin decir nada, observándolo de reojo y aguantando la risa. Una vez terminada su ardua tarea de aseo facial, Baruc dio un respiro hondo y miró a su alrededor con la mirada de un rey que contempla satisfecho los confines de su reino. No parecía sentirse solo o necesitar la compañía de los demás niños. Estaba contento allí donde estaba, él solito con sus pensamientos y la inmensidad de su mundo interior. No se daba cuenta de que yo estaba allí con la única misión de investigarlo, y que mientras más minutos pasaba junto a él, más fascinante me parecía.
–¿Y cómo te llamas? –finalmente rompí el silencio.
–Baruc, y tengo cuatro años –dijo inflando el pecho y desbordando orgullo.
–Guau, ya eres muy grande. –Me atreví a adularlo.
–Sí, y ya casi cumplo cinco.
–Guau.
–¿Y tú cuántos tienes? –Me preguntó curioso después de unos momentos de silencio.
–Dieciséis.
–Uy, yo pensaba que cuarenta.
–¡¿Cuarenta?¡ ¡Nooo! Mi mamá tiene cuarenta –le aclaré atragantada por la carcajada–. ¿Y cómo se llama tu maestra?
–Conchita, pero yo le digo Concha, porque grita mucho.
–¿En serio? ¿Por qué grita?
–Pues siempre está «guarden silencio» y «guarden silencio» y «guarden silencio», pero unos niños solo quieren platicar y se levantan de su asiento, y entonces se pone a gritar y a gritar que «¡siéntate!» y que «¡es la última vez que te lo digo!», y que «¡te voy a mandar a la dirección!» Yo solo me tapo las orejas y me quedo en mi asiento para que no me regañe, pero casi siempre me aburro.
–Ay sí, yo también me aburro. Ir a la escuela es muy aburrido. Lo único que me gusta es el receso, porque es cuando puedes…
–Oh, ya me tengo que ir. ¡Adiós! –Baruc corrió a acomodarse al principio de la fila de su grupo, que ya se empezaba a formar. Cuando aterrizó en su lugar, acomodó los brazos bien estirados junto a su cuerpo, con las manos tiesas, como si fuera un soldadito, y fijó la mirada al frente, casi sin parpadear.
A partir de ese día, cada vez que nos veíamos de lejos en el patio o en algún pasillo, Baruc me saludaba con la mano o incluso venía corriendo a buscarme. Me sonreía con sus ojos de niño, grandes y brillantes, y a veces hasta me abrazaba. Y yo, en plena adolescencia, en medio de mi cruenta lucha por ser aceptada, yo, que conocía de primera mano lo difícil que es no ser marginada, pensé que era rarísimo que una simple charla me hubiese ganado un nuevo amigo.
¿Cómo podía yo saber que una criaturita tan rara y misteriosa que me provocaba tanta desconfianza podría ser tan chistoso, juguetón e incluso más cariñoso y faldero que un perro? No podía saberlo. No sin acercarme y dejar que se me acercara.