La ansiedad del sol

Después de una larga noche reparadora, el Sol se despierta temprano, antes que todos. Da un profundo inspiro y al desperezarse, tenues rayos irradian de su cuerpo. Con una sonrisa juguetona dirige su luz para rozar cálidamente las alas de los pájaros, que, al sentirla, cantan canciones de agradecimiento. Nota que en las ramas que habían quedado pelonas por el invierno se asoman unos brotes diminutos y se alegra. Con ternura acaricia cada hoja, cada pétalo, cada fruto… su corazón se inflama al ser testigo de tanta abundancia y esplendor. Lleno de dicha corre por los campos cual majestuoso gigante que pinta de dorado todo a su paso.

Ese día se siente especialmente feliz. Piensa en lo afortunado que es de poder contemplar tanta belleza, pero no solo eso, sino de ser él quien posee la energía que nutre y prospera todas esas almas. Piensa en cómo su sola existencia es capaz de modificar las estaciones. Cómo su cuerpo caldea el agua hasta una temperatura perfecta para albergar vida. Cómo su esencia evapora los mares hasta formar nubes que produzcan lluvia para regar el suelo y disponer así, el clima idóneo que garantice la subsistencia de cada organismo. Se podría decir que la vida entera en la Tierra depende de su trabajo. El Sol sonríe satisfecho.

Unos instantes después, vuelve al mismo pensamiento: «la vida entera en la Tierra depende de mi trabajo». La idea lo complace, pero también le produce una ligera punzada en el pecho que lo inquieta. «Significa, entonces, que, sin mí, no habría fotosíntesis ni lluvia ni ecosistemas ni equilibrio; sin mi incandescencia, la temperatura podría descender hasta el punto de congelarlo todo; si dejara de hacer mi trabajo, todo moriría».  

La punzada en su pecho se acentúa y le produce una nueva ola de preguntas que le aceleran las palpitaciones: «¿estoy haciendo un buen trabajo? ¿Debería estar haciendo más? ¿Qué se dirá de mí si los cultivos no dan el fruto esperado? ¿Y si me pasa algo y dejo de existir?, ¿qué será de la Tierra y todos sus habitantes? ¿Soy suficiente para esta labor tan importante?».

Su soliloquio interno se materializa en un gran peso sobre sus redondos hombros; un peso que no había sentido antes porque nunca se había dado el tiempo de reflexionar sobre su vocación, su función en este mundo.

Tanto es su amor por cada ser vivo, y tanto le asusta que se diga que su negligencia fue la causante de algún mal desarrollo o incluso de muertes, y tan profundo es su anhelo de perfección, que, sin titubear, decide entregarse a la tarea de reforzar su quehacer, en ese mismo instante. En su paseo matutino por los sembradíos, decide detenerse más de lo habitual para asegurarse de que todo marche bien. Con insistente afán se acerca a observar cada hierba, hortaliza y matorral; con intenso ardor ase las delicadas fibras, asegurándose de que todas reciban suficiente cuidado y sustento. Se introduce en cada selva y cada bosque, cubre los llanos y la tundra por completo, se eleva sobre los montes y se infiltra en la oscuridad de la cueva más secreta. Con una penetrante devoción estira su fulgor para disolver hasta la última sombra del último escondrijo.

Por la tarde, decide no irse a descansar; hace un esfuerzo doble por quedarse despierto más allá de la medianoche, y tras unos cuantos minutos de descanso, emprende la nueva jornada mucho antes de la hora acostumbrada. Aunque se siente satisfecho de haber tomado conciencia y de haber hecho cambios en su rutina, la sensación de desasosiego continúa. Se dice que no debe bajar la guardia y que debe mantenerse constante, por lo que al día siguiente repite la misma rutina y al siguiente, y al siguiente, durante varias semanas. En todo el planeta, su luminosidad funde la frontera entre el día y la noche, y él, con abrasadores rayos envuelve a cada criatura, asegurándose de no descuidar a nadie, de no privar de su diligente presencia a cada ser que necesita de su protección.

Una mañana, después de dos horas de sueño durante la madrugada, se levanta con impaciencia, reprochándose el haber dejado que el cansancio lo venciera y haciendo una lista mental de todo lo malo que pudo haber sucedido en su ausencia. Cuando observa las flores, se da cuenta de que sus pétalos tienen manchas decoloradas. En los sembradíos, los tallos que habían comenzado a crecer siguen del mismo tamaño, y los frutos que antes habían brotado, ahora son más pequeños y enjutos. Los lagos y los ríos se están secando y ha dejado de llover. Nota que no hay pájaros en las ramas de los árboles; todos se han escabullido hacia los huecos en los troncos. Lo mismo las ardillas, los conejos, los leones… hasta las lagartijas, que siempre disfrutaban que les rascara el lomo por largas horas, tienen quemaduras en la piel y corren despavoridas al verlo venir.

El Sol no entiende ese cambio repentino de actitud. ¿Por qué huyen de él? ¿Por qué no quieren estar cerca de su inextinguible fuente de sustento y cariño? Si lo único que ha hecho durante todo este tiempo ha sido poner la vida en la Tierra como su única prioridad aun a costa de hacer a un lado sus propias necesidades básicas; por días enteros se ha entregado a la extenuante labor de garantizar que ningún ser vivo tenga que enfrentar la vida sin su poder omnipresente, que ninguno se vea en la terrible orfandad de su pasión, que nadie tenga que sufrir ni un minuto de frío y oscuridad.

Tal vez su trabajo no era tan necesario como creía. Su ego lo llevó a pensar que toda vida en la Tierra dependía de él, pero qué equivocado estaba. Qué gran error haberse creído sus cuentos mentales. Ahora ve con claridad que no solo no es necesario, sino que es un estorbo, un peligro para todo aquél que entra en contacto con su agobiante existencia. Lo mejor será alejarse y dejar que la vida se abra paso sin su nocividad.

Con un dolor profundo en el pecho y lágrimas humeantes que le escurren por las mejillas, decide no ser más una molestia y se da la vuelta.

Aunque son apenas las diez de la mañana, el cielo se oscurece y la temperatura baja drásticamente. Los animales tiemblan de frío. Muchos de ellos tienen hambre, pero con el cuerpo entumecido es imposible salir a buscar algo; apenas tienen la fuerza suficiente para pegarse unos con otros y tratar así de mantener el escaso calor interno que les queda.

Al día siguiente, el Sol decide echar un vistazo a la Tierra para saber cómo van las cosas. Se asoma desde su rincón, muy cauteloso, procurando no dejar escapar la más mínima chispa de luz. Al ver el trágico escenario, un golpe gélido le inunda el cuerpo. La garganta se le cierra y apenas puede respirar. El corazón le palpita aceleradamente y los ojos se le llenan de lágrimas. Se le aprieta el pecho al ver a todas esas criaturas abandonadas en el frío y la oscuridad que su ausencia ha ocasionado, y no soporta el sentimiento.

Se lanza precipitadamente para auxiliarlas, pero al dar el primer paso le viene el recuerdo del daño que causó al haberse acercado demasiado, así que baja el ritmo, pero sigue avanzando de prisa, caminando de puntillas, sigilosamente. Como un acto reflejo que nace de la intuición más que del raciocinio, se detiene a una distancia que considera prudente y aunque le cuesta mucho hacerlo, se cruza de brazos y observa.

En cuestión de minutos y a pesar de que él no hace nada activamente, sus amorosos rayos iluminan el cielo. Atraídos por los destellos, los animales salen de las guaridas donde estaban aglomerados. Se estiran, se voltean panza para arriba y con caritas de satisfacción disfrutan de la calidez que les devuelve la vivacidad. Los pajaritos dejan de temblar al sentir el baño cálido en sus alas. Se inflan, se sacuden y les vuelve el deseo de trinar. Los tallos, las hojas, las ramas, todo parece renacer y erguirse ante el imán de la poderosa candela. El sol respira profundamente al ver que el orden en la Tierra se restablece, y el dolor que le estrujaba el pecho se va derritiendo.

Después de varios días sin desviar ni un gramo de su energía a pensar que no es suficiente o que debería estar haciendo más, dedicándose simplemente a existir, el sol, finalmente, está en paz.

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