Por qué escribo aquí
Miro al espejo y veo a una mujer. Sus canas y suaves arrugas en el entrecejo y alrededor de los ojos revelan su edad. Desde que era muy pequeña le han intrigado lo desconocido y la absurdidad de la vida, y la incongruencia con la que se conducen muchos seres humanos, por lo que el ceño fruncido es una expresión habitual de su rostro.
Sus ojos verdes y grandes, que siempre están en movimiento, pueden ser vigilantes y alertas. Curiosos y observadores. Pueden despistarse por completo y a veces también pueden inundarse en lágrimas por haber llegado a alguna revelación profunda o por algo más sutil como sentir un rayo de sol, entender la letra de una canción o ver a sus hijos componer música.
Aunque a su cerebro lógico le incomodan la imprecisión y la ambigüedad, no es raro que algunos días de cada mes sea embargada por un mar de emociones irracionales. Es entonces cuando su deseo de conversaciones sustanciosas que apelen al análisis y la razón, aumenta.
Su actitud apacible transmite calma y ternura, que en ocasiones se transforma en impaciencia y rabia. Su voz es tierna y serena. Reparte cariños y mimos a los seres que la rodean y de repente, algún regaño también. Su cuerpo, compuesto de ciertas curvas flácidas y algunos bultos de grasa y celulitis, cuenta la historia de que alguna vez fue el orgulloso hogar que albergó y nutrió tres vidas.
Miro al espejo y veo a la adulta que una vez fue niña. Veo el día que conoció las letras, las abrazó y nunca las soltó. Leer y escribir, para ella, son dos verbos tan naturales e inevitables como comer, beber o dormir. Lee para saciar la curiosidad crónica que la posee desde que nació, y escribe porque sin escribir, el ruido de sus pensamientos la ensordecería y las palabras atoradas en su garganta la asfixiarían. Veo a la niña que ansía la claridad y detesta el engaño. No se refrena para decir lo que observa y cree, hasta que su deseo de agradar y ser aceptada sobrepasa su propia voz. La veo crecer y dedicarse a las palabras: a estudiarlas, enseñarlas, traducirlas, escribirlas, corregirlas.
Miro al espejo y veo que la niña ya no es niña, es una mujer, una amante de las letras, una madre que anhelaba profundamente serlo. Quería dedicar sus años a estar completamente para sus hijos, a mirarlos y escucharlos durante cada momento de su desarrollo. Quería ser una mamá que no delegara su responsabilidad de educar en nadie más, sino que la asumiera con todo esmero y entrega. Y se sintió satisfecha de haberlo hecho. Entonces escribió para inspirar, para orientar, para mostrar y, en cierto modo, también para validar las decisiones tan poco convencionales que había tomado. Porque sí, aunque ella no sabía cuáles serían los resultados finales de dichas decisiones, creyó y afirmó ideas que no había experimentado aún.
El irrefrenable paso del tiempo se encargó de traer la adolescencia de sus hijos y con ella, el tsunami que puso a prueba sus palabras. Cuando vio la marea venir, decidió callar. En ese tiempo no compuso ni una frase ni un párrafo ni un texto para ser lanzado al mundo virtual, pero no abandonó las palabras, sino que se refugió en ellas. Escribió miles de palabras para ella y para nadie más. Palabras que la sumergieron en un viaje a lo más profundo de su ser y le mostraron la soberbia e ingenuidad que impregnaron su juventud. Palabras que la llevaron a reencontrarse con la niña que fue. Con esa niña franca que no refrenaba sus emociones ni pensamientos, que utilizaba las palabras para plasmar su auténtico ser.
Hoy veo a una mujer que ha callado por más de tres años, pero ya no. Veo a una mujer que finalmente se atrevió a romper el silencio, y esa mujer soy yo.
Yo soy esa mujer y ya no quiero estar callada. Quiero bucear en el mar de la literatura, flotar en la libertad de las palabras, mirar a la profundidad de sus aguas y encontrar allí mi reflejo. Quiero escribir, ya no desde la sapiencia, sino desde la curiosidad y la apertura.
He comenzado a escribir para escuchar, para observar, para sanar. Para vaciar mis cuestionamientos, incertidumbres y angustias para que, al verlos plasmados, pueda entender la realidad de una forma menos amenazadora, más digerible.
Estoy escribiendo sobre los niños que he conocido, de su forma tan lógica y sencilla de ver la vida. De su curiosidad, del éxtasis que me causa saber que he captado su atención, que me miran con sus ojos grandes de niños, ansiosos por saber más. De la confusión y el abandono que muchas veces ensombrecen esa etapa, la infancia: allí donde se gestan la mayoría de los conflictos que nos abruman durante la adultez.
Podría escribir de madres que, como yo, anhelan darse a sus hijos y cada día luchan contra la fatiga, el dolor y la culpa eterna. Escribiría para retratar su incansable labor y todas esas preguntas que continuamente nos asedian y nos mantienen despiertas por la noche.
Me encantaría escribir para ver la vida desde la mirada de personas que ya no están pero que un día estuvieron y vivieron y lloraron y también rieron, pero de cuyas historias no existe registro aún. Me agradan las historias de ficción, pero mucho más las de la vida real. Nunca dejan de estremecerme los límites a los que puede llegar el ser humano: tanto de osadía y resiliencia, como de estupidez, crueldad y perversión. Tales son las historias que me cautivan, y, si hallo gracia ante los ojos de los dioses literarios, las que algún día también escribiré.
Quiero escribir para entender, poco a poco, lo que esa pequeña niña quería decir. Mi obsesión por la verdad muchas veces ha obstaculizado mi escritura autobiográfica porque me inquieta apartarme de los hechos reales, pero la literatura me ha enseñado que recordar e imaginar son prácticamente lo mismo y nadie puede pintar con precisión la línea que las divide, si es que la hay. Así que, escribiré para recordar y también para imaginar, para contarme las historias tal como las quiero recordar.
Del resto de los temas e historias que también podría escribir y que algún día escribiré, no sé nada. Por ahora, este espacio virtual es mi cuaderno de bocetos. Aquí experimentaré con el poder de las palabras. Nada de lo que está aquí lo considero un producto final, sino pequeñas prácticas con las que busco ejercitar mis habilidades literarias que, a su vez, me permiten hablar conmigo misma, resignificar mis experiencias y reconocer mi voz después de haber estado enterrada por tanto tiempo.
Este espacio es el espejo en el que busco encontrar el reflejo de esa niña, de esa mujer, de esa mamá. Es aquí donde anhelo verme tal como soy.