El poder de las palabras

1. Descubrimientos

A la edad de cuatro años conocí el delicioso fruto que produce la unión de consonantes y vocales: las palabras. Desde ese momento, las palabras y yo fuimos amigas. No me imaginaba entonces cuánto descubriría de mí a través de ellas.

Si me sentía triste o enojada, escribía. Si soñaba algo raro, escribía para no olvidarlo. Si algo surgía en mi imaginación, escribía para crear un cuento. Aprovechaba cada momento libre en la escuela para jugar con las palabras. Mientras que los otros niños platicaban, dibujaban o se tiraban bolas de papel, yo escribía. No me parecía que escribir fuera algo especial. Ni siquiera me enteré de que ser escritor era una profesión, hasta que fui adulta. Para mí, escribir era una necesidad más del cuerpo: si tienes hambre, comes; si tienes sueño, duermes; si tienes algo adentro que necesitas expresar, escribes.
En una ocasión, después de que mi maestra de cuarto grado menospreció el obsequio que di en el intercambio de regalos porque no era comprado, sino que lo había hecho yo, le escribí una carta que explicaba cuál era para mí el significado más importante de dar, que no tiene nada que ver con lo monetario. Días después, la maestra mandó llamar a mi mamá y con lágrimas en los ojos le dijo que mi carta la había conmovido tanto, que la traía en su bolso para leerla cada vez que necesitaba sentirse confortada.

El poder de las palabras no solo me permitía expresarme y causar un efecto en otros, sino también, internarme en mundos nuevos. Para cuando entré a la primaria experimentaba una sed continua de leer todo lo que llamara mi atención. Al segundo o tercer día de haber iniciado las clases, recibíamos los libros gratuitos enviados por el gobierno de mi país. Eran libros muy económicos, con páginas que olían a tronco mojado con jugo de limón y tenían ilustraciones grandes, grotescas, de colores apagados. El libro de lecturas era mi favorito. Sus rimas, poemas y cuentos eran mi patio de juegos. Pero la diversión duraba poco: apenas una o dos semanas después, cuando ya había leído hasta la última página, me daba cuenta de que tenía que esperar un largo año para recibir otro libro de lecturas nuevo.
Por esa misma época, la maestra nos explicó la letra del Himno Nacional. Pensar en su significado mientras cantaba cada palabra los lunes en la ceremonia para izar la bandera, hacía que se me formaran lágrimas que no podía controlar. Poco a poco iba percibiendo que las palabras tienen el poder de extraer las emociones de un corazón para tocar con ellas otros corazones.

Un día, cuando tenía unos ocho años, mi papá trajo a la casa un Pequeño Larousse Ilustrado, porque, dijo, necesitábamos un buen diccionario. Junto con él venía un librito de regalo: un diccionario práctico de sinónimos y antónimos. Entender que para un solo concepto existen tantas palabras distintas, y que podía encontrarlas en ese libro, me produjo la misma fascinación de tener todas las palabras del universo en las manos. Por esos días había empezado a escribir un cuento. Me imaginé a un pequeño héroe que salvaba niños en un lugar remoto. Como no se me ocurría ningún nombre, hojeé el diccionario de sinónimos y encontré una palabra que no conocía: «perspicaz». Luego la busqué en el diccionario grande y vi que una persona perspicaz puede percatarse con facilidad hasta de las cosas más difíciles, así que me pareció el nombre perfecto para mi héroe. «El joven Perspicaz».

2. La sombra

A una temprana edad comencé a darme cuenta de que la vida puede ser injusta y absurda, y que no siempre es conveniente decir todo lo que veo y pienso. Como cuando le decía a mi abuela que no sorbiera los mocos a cada rato, o cuando le dije a mi tía que le tapara la boca a mi primito bebé para que no se escuchara tan fuerte su llanto. Obviamente, los adultos no lo apreciaban así, pero mis intenciones eran buenas: no lo hacía por molestar ni ser grosera, mi deseo de ayudar a la gente a darse cuenta de sus errores era sincero. Por eso encontraba tanta dicha en uno de los rincones favoritos de mi niñez, cuando, en aquella mesita azul debajo de la ventana jugaba a la maestra. No a la que enseña en el pizarrón, sino a la que señala los errores por escrito. Abría el clóset donde mi mamá guardaba una caja llena de nuestros libros y cuadernos de ciclos escolares anteriores, tomaba un cuaderno al azar –por lo general, uno de alguna de mis hermanas– y con mi crayón de cera roja como el de la maestra, comenzaba a calificar cada página: «palomita… tache… acento aquí… falta coma… esto va con zeta… otro tache…»

Algunas personas, junto con sus hábitos y creencias, provocaban tal desconcierto en mi mentecita, que me sentía obligada a expresar abiertamente la falta de congruencia que percibía en su forma de conducirse por la vida. Con una mirada inquisitiva y una seriedad extraña en una niña de esa edad, siempre quería saberlo todo, entenderlo todo, encontrarle lógica a todo. 

 Una vez, cuando tenía unos cuatro o cinco años, me enteré de que muchos niños creían que Jesús siendo bebé venía cada noche antes de Navidad a traerles regalos si se habían portado bien durante el año. Esa noticia me sorprendió muchísimo. Me asombraba la idea de que unos papás pudieran decirles a sus hijos algo que ellos sabían que era falso, a propósito, y además, estar felices por eso. Seguramente había algo que yo no estaba entendiendo. Debía existir alguna buena razón para que tantos papás alrededor del mundo tuvieran ese comportamiento. 

–¿Por qué los papás engañan a sus hijos? –le pregunté a mi papá con mucha seriedad y una voz muy audible, en medio de la celebración navideña en casa de mi tía, mientras mis primos abrían los regalos que les había traído el Niñito Dios. 

Entonces me enseñaron que debía ser prudente. Que aunque la vida fuera injusta, como cuando mi hermana menor me cogía mis cosas sin permiso y las rompía o las perdía, y aunque fuera casi imposible evitar que la tristeza y el coraje dentro de mí salieran como la lava de un volcán, no debía ser tan llorona y exagerada. Que debía pensar antes de hablar. Que no debía incomodar a los demás. 

Hasta entonces el poder de las palabras me había llevado a un universo fascinante y luminoso en el que podía expresarme libremente, pero pronto supe que toda luz produce sombra. Que ese poder también tenía un lado oscuro, peligroso, que no siempre debía mostrarse ni dejarse en libertad. Uno que tenía que aprender a reprimir.

No siempre lo lograba, pero sí que lo intentaba, como aquella ocasión en la casa de mis amigas cuando tenía unos 9 o 10 años, y se nos ocurrió construir una casita para jugar. En vez de ir a buscar materiales para la construcción, como todos los demás niños, a mí se me ocurrió ir a buscar papel y lápiz. Cuando los niños me vieron tirando líneas, me preguntaron extrañados qué hacía. Con autoridad y sapiencia les expliqué que antes de invertir tiempo y energía en cualquier proyecto, es buena idea hacer un plan para calcular todas las posibilidades y no trabajar en vano. Después de unos segundos sin palabras y una mirada perpleja, finalmente uno de los niños soltó una carcajada.

–¿Ya vieron? ¡Se cree arquitecta! –gritó con un tono burlón especialmente hiriente, ya que todos los niños sabían que mi papá se dedicaba a la arquitectura, y el hecho de mencionarlo era una humillación abierta. Los demás niños comenzaron a reírse y a hacer comentarios sarcásticos alusivos al trabajo de mi papá, ridiculizando mi deseo de ser tan calculadora como él. Incluso mis amigas, de quienes esperaba recibir apoyo, consideraron demasiado divertido el asunto y reían a carcajadas.

Como en todas las demás situaciones cuando me sentía inundada por emociones fuertes, no supe qué hacer. Sentí el color rojo calentarme la cara, el corazón golpearme el pecho con fuerza, las lágrimas acumularse en los ojos y la garganta cerrarse al punto de que casi era imposible respirar. Me esforzaba por sonreír tratando de pasar saliva para aliviar la opresión del cuello, y mirando hacia arriba para que las lágrimas se absorbieran sin brotar. Aunque intuía que de algún modo estaba siendo ofendida, no podía descifrarlo por completo; de lo único que sí estaba segura era de que debía reprimir el dolor y la rabia que sentía para no ser exagerada y llorona, para no molestar a nadie y seguir siendo prudente.

Todos los días frente al espejo me proponía no ser enojona, pero el más mínimo conflicto bastaba para encenderme en llamas, y a pesar de que el incendio no durara más que unos minutos, me dejaba invadida de una culpabilidad por no poder contenerme, por no ser tan aguantadora como mi hermana, por no poder agradar a mis papás como ella, por no ser capaz de eliminar ese gran defecto en mí. En algún momento, incluso, aprendí que Moisés el de la Biblia fue considerado el hombre más manso sobre la tierra porque logró dominar su ira y sus reacciones. Lo admiré tanto, que desee ser como él y le pedí al cielo que al menos en mi epitafio, algún día, se dijera que finalmente había logrado ser mansa y prudente.

Aunque mis maestras y mis papás me decían que tenía facilidad para la escritura, no recibí ninguna instrucción especial para cultivar ese interés ni tampoco dediqué más tiempo a escribir del que ya dedicaba; de hecho, a medida que crecía y las tareas de la escuela demandaban más tiempo y esfuerzo, mi cuaderno de cuentos se fue quedando cada vez más tiempo en el cajón.

3. Antigua

Finalmente, a los 18 años, mis padres conocieron otras formas de educar y decidieron sacarnos de la escuela a mis hermanas y a mí. Entonces fui libre de horarios y obligaciones para dedicar todo el tiempo del mundo a nutrir mis intereses y a explorar áreas que ni siquiera sabía que me gustaban, como el inglés. Y con este nuevo elemento, conocí una nueva aplicación del poder de las palabras: ayudar a otros a entender.

En mi casa teníamos algunas biografías en inglés que nadie entendía. Como ejercicio de práctica, yo buscaba cada palabra en un diccionario bilingüe. A medida que el mensaje se iba revelando frente a nosotros, nuestras caras se iluminaban con el contento que da la comprensión. Era el mismo contento que veía en las caras de esos chicos norteamericanos cuando, después de que me habían preguntado por qué se dice así o asá en español y yo, presa de una curiosidad incurable había devorado mis libros de gramática, les daba la respuesta. Mis hermanas decían que a mí me gustaban los libros de terror porque sobre mi buró siempre había una torre de libros de sintaxis, morfología, ortografía… Sin darme cuenta, mi afición infantil por la escritura renació y se fusionó con mi obsesión por el inglés y la gramática española, lo cual dio como resultado una nueva actividad que empezó a ocupar la mayor parte de mi tiempo: traducir.

La traducción tomó mis aptitudes de siempre, las refinó y las potenció. 

La empatía que de pequeña me hacía llorar cada lunes por la mañana, ahora me permitía meterme en la piel de cada autor para entender su motivación y descifrar los mensajes más encriptados. 

La incurable curiosidad que me hacía devorar mi libro de lecturas cada año, ahora no me dejaba dar nada por hecho. Aun cuando sabía el significado de una palabra, la investigaba y descubría connotaciones, sutilezas y tesoros que no había considerado. 

La fuerza que me atraía a quedarme en mi mundo de palabras en vez de salir a jugar, ahora me seducía a pasar horas escogiendo la palabra precisa, puliéndola como a una pieza de vidrio y colocándola en su lugar exacto en un colorido mosaico, agradable a la vista y claro para cualquier lector.

Y finalmente, mi deseo infantil de buscar la verdad y de ayudar a la gente a darse cuenta de sus errores encontró un desahogo constructivo al no dejarme soltar la traducción hasta que cada frase estuviera escrita con toda claridad, exactitud y precisión.

Muchos años más tarde, ya casada y con tres niñitos a los que mi esposo y yo decidimos educar sin escuela, sentí el deseo de ayudar a papás que están buscando mejores alternativas educativas para sus hijos, y en 2013 publiqué un libro en el que comparto mi experiencia como hija y como mamá. Ese mismo año comencé a trabajar formalmente como traductora para una organización, y lo que era un pasatiempo se convirtió en una fuente importante de ingresos para mi familia. 

Utilizar el poder de las palabras para saciar las dudas de los demás y darles claridad me llenaba de un nuevo placer que no había saboreado antes. Comencé a ser reconocida por la sabiduría y prudencia de mis palabras; incluso fueron tomadas como referencia y guía. Muchas veces se me dijo que mi voz, esa voz que por años procuré atenuar, transmitía calma y paz. Se me reconoció como una persona mediática, paciente y sabia, lo que me hizo recordar todas esas ocasiones cuando los niños de la escuela o de la iglesia se burlaban de que mi nombre significaba antigua y lo relacionaban con el puño de canas que a esa edad ya se dejaba ver en mi cabeza. 

–Tu nombre significa antigua, como una mujer sabia –me explicaba mi mamá, y tanto me gustaba el sentido que le daba ella, que decidí apropiármelo y, junto con mi deseo de dominar la prudencia, me propuse también cultivar la sabiduría. Finalmente lo había logrado. Había aprendido a refrenar el poder de las palabras. A someterlas, domesticarlas y moldearlas tanto, que ahora gozaba del aprecio y aceptación de todos. Supe lo que es ser admirada y respetada, y me gustó.

4. Crisis

La pandemia de 2020 que arrasó con la normalidad que conocíamos, me arrojó a una profunda crisis en la que me cuestioné no solo mi activismo de los últimos años, sino mi labor de mamá, mis ideales y mi existencia entera. Por varias semanas estuve sumida en un dolor y en una confusión tan grandes, que decidí callarme. Corté de tajo todos mis compromisos laborales y me retiré de todas las miradas. Decidí dejar de caminar hacia afuera para dar media vuelta y comenzar a caminar hacia adentro. 

En medio de esa silenciosa calma me surgió la idea de escribir un segundo libro. Uno que había esbozado muchos años atrás, cuando mis niños todavía eran pequeños, y que pensaba ir alimentando con recuerdos, observaciones y experiencias a medida que fueran creciendo. Saqué mis diarios, las notas que había hecho por los últimos diez años y me dispuse a escribir. 

Y entonces conocí el bloqueo.

Esta nueva experiencia era tan diferente a la de mi primer libro, cuando escribí como tomando dictado, aprovechando cualquier minuto libre para verter la cascada de ideas sobre las teclas, sin pretensiones literarias, simplemente siguiendo mi impulso de ayudar a otros a entender. Pero esta vez no tenía claro qué quería decir, me sentía paralizada. Era como si hubiera otros temas, más en el fondo de mí, que nunca habían salido a la superficie y que necesitaba sacar antes de pretender enseñar algo. Utilizar el poder de las palabras para saciar las dudas de los demás me había traído mucha satisfacción por los últimos años, pero ahora sentía que un anhelo distinto comenzaba a surgir. Uno que tal vez siempre estuvo allí pero que no me había detenido a escuchar.

Buscando la cura a mi bloqueo, decidí hacer a un lado el libro y ponerme a estudiar en forma. Comencé a aprender sobre escritura de memorias. Investigué la trayectoria de grandes escritores, sus inicios y cómo llegaron a la cima. Los escuché en entrevistas y me emocionó descubrir que la gran mayoría no tuvo estudios formales, sino que se formó de manera autodidacta y a través de la práctica. También leí muchos cuentos y novelas. Algunos los disfrutaba y otros no. Con algunos terminaba llorando y otros, a pesar de ser libros clásicos o muy conocidos, me parecieron como subir un camino empinado, rocoso y seco, lo cual me hizo preguntarme qué hace que una historia sea buena. Qué determina que un texto sea literatura y otro no. Así que también leí sobre el arte de escribir ficción, de crear historias y personajes. Encontré un canal de Youtube interesantísimo que me tomó de la mano y me llevó a un paraíso fascinante y desconocido para mí, y me lamenté de que mis maestros de literatura de la escuela jamás lograron despertar mi interés por la materia. Sus clases no me transmitieron ni una pizca de la pasión con la que esta chica me estaba inspirando ahora, veinte años después. 

Aprendí que, según la cultura popular, hay dos tipos de escritores: de mapa y de brújula. Un escritor de mapa es el que tiene su historia bien delineada antes de comenzar a escribir, mientras que el de brújula es el que solo tiene una idea y se deja llevar por la escritura sin saber a dónde llegará o en qué terminará la historia, y de hecho, sigue escribiendo porque quiere saber cuál va a ser el final. Incluso he oído a autores decir que sus personajes quisieron hacer algo distinto a lo que ellos habían planeado. ¿Cómo puede ser eso? ¡Si tú eres el que está escribiendo la historia! ¿Cómo te sientas a escribir algo que no sabes qué es? ¿Y cómo un personaje que es fruto de tu imaginación puede hacer algo desconocido para ti? Mi mente no lo alcanza a entender.

Definitivamente yo me identifico con el escritor de mapa, porque el simple hecho de imaginarme que debo improvisar me suelta el estómago. Recuerdo aquella vez, en mis veintes, cuando trabajaba como maestra en la universidad, invité a un maestro de oratoria a que nos diera un taller. El hombre había sido campeón nacional y dominaba el arte con elegancia y estilo. El primer día nos hizo una demostración dando un discurso magistral completamente improvisado sobre la tortilla de maíz. Al día siguiente era nuestro turno de poner en práctica las estrategias que nos había enseñado, y naturalmente, siendo yo la maestra, mi participación era inexcusable. El ejercicio consistía en pasar al frente y dar un discurso de cinco minutos completamente improvisado. Esos segundos que transcurrían entre aplausos mientras te ponías de pie y caminabas al frente era el tiempo que tenías para estructurar tu mensaje. Pasé al frente tratando de atrapar las pocas ideas que bailaban en mi mente desdibujadas y escurridizas. La bola de boliche que se me formó en el estómago apenas me dejaba caminar y por las manos heladas me escurrían gotas de sudor. Cuando llegué al frente todavía no había logrado pescar ninguna idea. Todas se habían ido, me habían dejado sola con la blancura infinita de mi mente. Con torpeza empecé a articular algunas frases poco coherentes, pero no pude continuar por mucho tiempo. Después de unos segundos las palabras se extinguieron, y en un arrebato de desesperación, me reí histéricamente. Me llevé las manos a la cara y sentí la piel caliente, la cual debió de haber tenido ese ridículo y voluntarioso color rojo que tantas humillaciones me ha causado a lo largo de la vida. Finalmente volví a mi asiento entre risas y bromas de mis alumnos, sintiéndome absolutamente estúpida y con la certeza innegable de que lo mío, lo mío no es improvisar.

Por eso prefiero escribir. 

Cuando escribes tu mente no sufre asaltos. Tienes tiempo para pensar, para escoger bien tus palabras y corregirlas todas las veces que sea necesario. Y si aun escribiendo me siento acosada, me refugio en la traducción. Traducir me salva de la página en blanco. Me libera de la presión de buscar qué decir y me deja solamente con lo sabroso: investigar, buscar sinónimos, y pulir, pulir el texto hasta que brille. 

Pero finalmente, traducir se trata solamente de repetir el mensaje de alguien más, lo cual me hace dudar: ¿eso también es escribir? Transmitir el mensaje de alguien más, ¿es arte? ¿Será que precisamente eso es lo que hacen los escritores de ficción que se dedican a contar las historias que les dictan sus personajes? Borges decía que «a un artista lo que le importa es la perfección de su obra, y no el hecho de que esa obra proceda de él o de otros»… 

Mientras los enigmas me seguían sujetando el cuello, una oleada de memorias me llevó hacia una serie de nuevos descubrimientos.

5. Viajes

Vagos recuerdos de mi infancia y juventud comenzaron a asomarse, primero muy borrosamente y luego tan claros como si estuviera en medio de la escena. Volé hasta el apartamento donde vivía en mi infancia. Subí las escaleras comunales que llevaban al cuartito de lavado que teníamos en la azotea y que mi papá utilizaba como oficina. Entré. Volví a sentir el aire tibio de la tarde entrar por la ventana y mezclarse con el olor a papel y detergente. Entonces la vi. Una niña de ocho años entra al cuarto. Cierra con llave la puerta detrás de sí, camina hasta la mesa de arquitectura de mi papá, y deja su mochila encima. Rodea la mesa, se sienta en la silla de oficina que le queda bastante grande y con dificultad rueda hasta quedar a una distancia cómoda. Jala la mochila, saca un cuaderno de espiral, un estuche de lápices y un diccionario de sinónimos. Abre la tapa del cuaderno, se lame la punta del dedo índice y hojea con calma, recordando el contenido de cada página. Finalmente llega a la siguiente hoja en blanco y dobla el cuaderno. Con parsimonia le saca punta a su lápiz, le sopla los restos de madera, lo toca para asegurarse de que la punta haya quedado bien picuda, y comienza a escribir. Está creando la historia de un valiente joven llamado Perspicaz, que nació en su imaginación hace unos días y cada tarde la obliga a subir a ese santuario alejado de todo para dictarle lo que sigue. Su mano se desliza firme y decidida. Sin tener un plan ni un rumbo definido da rienda suelta a su imaginación. Sin autocrítica. Sin autoexigencia. Sin autocensura. Sin la expectativa de perfección. 

¡Yo escribía! ¡Había historias dentro de mí! ¡Yo sabía improvisar! ¿A dónde se fue ese don? ¿Podré recuperarlo?

Nadie lo notó, pero por días y meses llevé en el pecho un duelo muy amargo por el pasado que nunca fue. Si tan solo hubiera seguido escribiendo mis historias… Si hubiera sabido que hay gente que se dedica a escribir como una profesión… Si hubiera sabido lo que era un taller literario y hubiera participado en alguno… Si hubiera… 

Qué hondo cala saber que ya no hay tiempo ni espacio para el hubiera. Que está en el pasado. Y que el pasado ya no existe.

Pero… si hubiera recibido toda esa instrucción para desarrollar mi talento, ¿realmente estaría escribiendo hoy? ¿Estaría dejando salir el poder de las palabras con todo su esplendor sin miedo a la improvisación? ¿Cómo podría entregarme a la creatividad, si he dedicado casi toda mi vida a practicar la perfección? A hacer las rayitas bien derechitas de arriba para abajo, a pensar bien antes de hablar, a corregir el error, a hacer un plan antes de actuar, a decir siempre la verdad, a obedecer las reglas, a no levantar la voz, a no exagerar, a no llorar, a aguantarme para no incomodar… 

Me di cuenta de que no era un asunto de clases de escritura. Mi problema se encontraba mucho más abajo, en el fondo de mi ser. Mi manía por la perfección me había hecho más cautelosa y sensata, sí, pero también había podado mi identidad. El alto precio que pagué por la estima y aceptación de los demás me dejó con una cobardía crónica que me impide hablar desde mi esencia, a depender siempre del filtro de la hipercorrección. 

Dicen que todo en esta vida tiene solución, excepto la muerte, y supongo que es verdad. El pasado ya no existe, pero el presente sí. Mientras tenga vida nunca es demasiado tarde para empezar lo que debió haber empezado hace décadas. Puede que ahora sea más difícil, pues hace muchos años mi mente de niña, elástica y creativa ya no es la misma. Ahora se requiere un esfuerzo de excavador para recuperar todas las ideas perdidas, encontrarlas como a piedras preciosas en una cueva oscurecida por creencias y patrones adquiridos; pero también es cierto que ahora cuento con oportunidades que antes no tenía. Ahora puedo escuchar y leer de primera mano a grandes escritores, sentirme inspirada por su experiencia, por la belleza de sus palabras, por su pasión por la escritura. Ahora tengo una computadora y sé mecanografiar a la misma velocidad que se forman los pensamientos. Ahora hasta tengo un grupo de mujeres maravillosas con las que me reúno cada domingo y que me animan a mejorar y no desistir en mi anhelo de fluir con el poder de las palabras. 

Sin saber exactamente cuál era el destino y sin ningún mapa en la mano que me indicara la ruta a seguir, decidí levantarme, sacudirme la tierra de las rodillas y emprender el viaje. Abrí un documento en blanco y escribí. Sin plan. Sin bosquejo. Sin pensar. 

Había entendido que si mi enfermedad era la represión, el antídoto sería la libertad.

6. Libertad

Adopté el hábito de escribir todos los días aunque no supiera exactamente qué, con cronómetro y sin interrupciones. Sin la presión de tener que decir algo correcto o útil, sino lo que primero viniera a mi mente aunque no fuera tan preciso o bello. Y comencé a experimentar un placer nuevo. Tal vez no tan nuevo, simplemente olvidado, empolvado en un rincón de mi pasado. Un rincón en el que quería pasar cada vez más tiempo. Fui superando ese miedo a no plasmar una sola palabra sin antes tener perfectamente planeado lo que voy a decir; a no escribir una sola línea si no tengo todo el esquema completo, punto por punto. Me forcé a escribir con el permiso de que no fuera bueno, de que no estuviera bien estructurado, de que nunca saliera a la luz. Y me gustó. Se convirtió en lo primero que quería hacer al levantarme porque mi cuerpo lo necesitaba. 

Instintivamente mis pensamientos volaron a mi infancia y se estacionaron en los episodios que sobresalían en mi memoria como burbujas de agua hirviendo, unos más luminosos y otros más sombríos. Visité esos escenarios de antaño sintiendo la atmósfera de cada uno, oliendo sus aromas y palpando sus texturas; vi las caras que habitaban esos espacios, escuché sus palabras, reviví la alegría y también el dolor. Todo lo escribí. Muchas veces tratando de escabullirme y otras tantas con lágrimas en los ojos, pero cada día me forcé a asistir sin falta a mi cita con el teclado, y me permití que todas las palabras atoradas en mi interior fluyeran como el agua de una presa recién abierta. Recordé, escribí, lloré y también sané. Puse en palabras la vivencia de esa niña que muchas veces estuvo sola y nadie entendió. Ahora yo estaba allí para ella. Le ayudé a entender lo que le pasó, pero también le ayudé a levantarse, a limpiarse las lágrimas y a seguir caminando. A no callar ni reprimir nada por agradar a los demás; a vencer el miedo al qué dirán, a sentirse orgullosa de su nombre y de la sabiduría que ahora yo, como adulta, podía compartirle. Nos abrazamos y caminamos juntas, tomadas de la mano, haciéndonos fuertes una a la otra, resueltas a liberar el poder de las palabras.

Después de un año de escribir casi todos los días, comenzó a suceder. Las palabras venían en olas que yo no podía controlar; lo único que podía hacer era retenerlas tecleando lo más rápido que me dieran los dedos. Empecé a ver con claridad que el tesoro siempre estuvo allí. Solo era cuestión de voltear atrás para recordar, de recoger los hechos y contármelos en un orden coherente y creíble para mí. Un orden que me diera paz y me quitara las amarras para seguir escribiendo. Bien dicen que lo duro de escribir es hacerlo sabiendo que nadie espera leerte, y ahora veo que gran parte de mi bloqueo nacía de la preocupación por lo que la gente fuera a pensar de mí. Si seré lo suficientemente prudente, si no seré molesta con lo que diga, si estaré haciendo lo correcto. Pero ya no más. Quiero escribir para mí. Para esa pequeña que lee en medio de los niños que corren alrededor de su pupitre durante el receso, que escribe en la mesa de dibujo por las tardes, que tiene tanto que decir y muchas veces no sabe cómo hacerlo. Hoy como adulta, te ayudo, pequeña Antigua, a que goces escribiendo y digas todo lo que tienes que decir. A que nunca más se quede el cuaderno olvidado en el cajón. A que lo absurdo de la vida te parezca menos amenazador, menos injusto, y que sepas que a pesar de todo, vale la pena vivirse.

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